Ha existido en el acontecer histórico, desde tiempos inmemoriales, una
relación constante entre discapacidad y marginalidad. Si bien, esa relación se
ha transformado en el tiempo, ya que hoy en día un sector del colectivo de las
personas con discapacidad tenemos un cúmulo de posibilidades reales para llevar
una vida independiente, estudiando, trabajando, y constituyendo una vida
familiar plena, también es cierto que aún queda mucho por hacer en lo referente
a empoderarnos como grupo social sujeto de derechos.
Todavía permanecemos, en la periferia del “progreso”, dependiendo
nuestras oportunidades de desarrollo de la condición de clase a la que estamos
sujetos. Hoy, ya no nos mandan a quemar los Tribunales de la Inquisición, pero
continuamos atados a un estigma revalidado por los medios masivos de
comunicación que afecta nuestras vidas dejándonos nuevamente al margen de lo
considerado como “exitoso” en nuestra sociedad. Digamos, que en términos
relativos, la situación social de Nosotrxs, las personas con discapacidad, ha
mejorado, sin embargo, los resabios de la situación de partida han permanecido
intactos llegando hasta nuestros días, y siendo potenciados por un capitalismo salvaje
que determina, de acuerdo al poder adquisitivo, nuestra calidad de vida.
La construcción del paraíso del capitalismo hegemónico hecha sus
simientes en el deseo, como motor, que se expresa y satisface consumiendo; poniendo
en acción emociones y pasiones muy particulares, como la atracción por el lujo,
por el exceso y la seducción. Ninguno de los dos conoce el reposo, avanzan
según un movimiento cíclico no-racional, que no supone un progreso real y
equitativo. La voluntad se ejerce –está casi obligada a ejercerse– solamente en
forma de deseo, clausurando otras dimensiones que abocan a la creación, la
aceptación y la contemplación. El espíritu que realmente funciona es el de la
fragilidad de lo efímero, una compulsión que se debate de forma recurrente
entre la satisfacción y la decepción, y que permite ocultar los verdaderos
conflictos que afectan a la sociedad y al individuo.
Ver y ser vistos, esa parece ser la consigna en el juego translúcido
de la frivolidad. El así llamado momento del espejo, precisamente, es el
resultado del desdoblamiento de la mirada, y de la simultánea conciencia de ver
y ser visto, ser sujeto de la mirada de otro (Baudrillard, Jean, 1994), y
tratar de anticipar la mirada ajena en el espejo, ajustarse para el encuentro.
La mirada, la sensibilidad visual dirigida, se construye desde esta
autoconciencia corpórea que nos imprime el reconocimiento de nuestra
“inferioridad de condiciones”. Esa es la manera en que las personas con
discapacidad somos reconocidas y definidas colectivamente, asumimos esa
etiqueta de disminución, y configuramos nuestra identidad, si es que hay espacio
para esa posibilidad.
La problemática de la discapacidad nos obliga a preguntarnos: ¿Somos
los humanos algo más que nuestras circunstancias? ¿Podemos levantarnos de los
cabellos para salir de las aguas con caballo y todo como el Barón Munchaussen?
Según Sartré, lo propio del hombre es su existencia. Y es compleja esta
definición sartreana, plasmada en la traducción de una de sus famosas
sentencias “el hombre es lo que no es y no es lo que es”. Gutiérrez Sáenz lo
aclara señalando que el hombre no se define por sus características aparentes,
por lo determinado, sino por su potencialidad, por su libertad de desarrollo,
es decir, el “hombre es lo que no está determinado y no es lo que es
determinado” (Gutiérrez Sáenz 2001).
Así, inferimos que la actitud debe consistir en la búsqueda constante por
superar toda determinación social que nos viene impuesta desde fuera, y que
proyecta un estereotipo globalizador, y generalmente falso, de las personas que
tenemos una discapacidad. El cuerpo como ser para sí es la condición necesaria
de la facticidad de la existencia humana, sensación, acción. De hecho, la
acción de levantarnos de nuestros propios cabellos, y trascender nuestras
circunstancias, inmiscuyéndonos en un mundo cuyas premisas básicas son la
superficialidad indiferente, refleja una intención casi perfecta y logra
generar visibilidad donde antes no la había, no obstante, el logro se vuelve
absolutamente individual y biográfico si no pretende hacerse de un mensaje más
profundamente significativo y reivindicativo de nuestro colectivo grupal. La
intención puede resultar en una mera exhibición efímera, que se pierde en la
dinámica de un sistema que desiguala.
Afortunada y necesariamente las historias pueden u deben
transformarse. Para ello es imprescindible no sólo aprender una nueva e
igualitaria “imagen” de Nosotrxs, sino que fundamentalmente hay que desaprender
aquella imagen originaria que siempre nos obvió para su propia construcción.
Por tanto, es imprescindible asumir nuestra conciencia auténtica y profunda
como grupo social que ha sido excluido desde tiempos remotos, con el objetivo
de lograr un empoderamiento real que supere y revierta las circunstancias
desiguales de partida, enriqueciendo nuestra autopercepción, y la percepción de
todos y todas, con conceptos como “orgullo”, “identidad” y “dignidad”, aunque
siempre sin dejar de mirar a quiénes también han sufrido, y sufren, la
injusticia de la desigualdad. Butler habla de esto: lo abyecto que se reapropia
y se devuelve en forma de lucha y proclama.
Recién ahora, nuestro colectivo
de discapacidad/diversidad funcional está comenzando a tomar visibilidad
política, y a sentir el orgullo de pertenecer a una identidad con sus
diferencias. Al haber encerrado en una misma denominación a un colectivo tan
heterogéneo, al habernos individualizado tanto, invisibilizado tanto, y
marginado tanto, es realmente difícil hablar por todos, y para todos. Pero a
pesar de eso, es necesario decir que la discapacidad es un rasgo identitario
propio, y para asumirlo comencemos irradiando “otra imagen” de la discapacidad
que impregne la imaginación colectiva con un mensaje auténtico y profundo de
reivindicación social.
“Lo real se puede
construir desde lo imaginario. Sólo desde la utopía,
sueños de carne,
ética ideológica, se puede mover la realidad, sueño de
hierro, ética de la
responsabilidad... Vale más un pájaro soñando que
ciento durmiendo.”
(Ibáñez, 1994: 292)
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